En el modo habitual de vivirnos, parece darse un desplazamiento de nuestra identidad genuina hacia una serie de percepciones sensitivas corporales a las que nos hemos acostumbrado a llamar «yo».
De esta forma, asociamos nuestra identidad tanto al organismo que percibimos como a todo lo que aparentemente surge de él: pensamientos, emociones y acciones. Y consecuentemente a esta asociación de nuestra identidad, no es «yo» todo lo que no sea este organismo o no proceda de él.
Además, a lo largo de los años, he aprendido a juzgar a este individuo con el que me identifico en relación con una serie de modelos de lo que se considera bueno, aceptable y valioso socialmente. Es fácil observar que, probablemente, la mayoría de las personas con las que nos relacionamos vive identificada con ese individuo, y también que nuestra vida parece tratarse de una historia en la que el personaje al que llamamos «yo» busca un final feliz.
Y ese final feliz consiste en que el personaje, que parte de una idea de imperfección, limitación o carencia, se convierta en alguien más perfecto, más completo. Los aspectos concretos de este final feliz pueden variar mucho de una persona a otra, dependiendo de las circunstancias de cada una, por las que habrán puesto mayor énfasis en unos aspectos o en otros. Pero, en el aspecto básico, todos compartimos el mismo argumento existencial.
La cuestión es aceptarme como soy ahora, o bien no aceptar mi vida tal como es y tener el objetivo de vida sea mejor. En realidad, conseguir que mi vida sea mejor es lo mismo que perfeccionarme, ya que en ambos casos se trata de que yo me vea o me sienta mejor que la forma en que me veo o me siento ahora. Es decir, el argumento habitual de vida de las personas parte de una idea de limitación, de carencia, y se dirige hacia un ideal de la persona en que me convertiré o en qué se convertirá mi vida, y mediante el hecho de ir viviendo tengo que acercarme a él cada vez más.
Podríamos observar detenidamente las variaciones de ideales de unas personas a otras: unas buscan tener mucho dinero; otras, disfrutar al máximo de los placeres de la vida o tener muchas experiencias distintas; otras, crear un hogar lleno de amor; otras, adentrarse en los cielos inexplorados de las búsquedas espirituales…
El ideal de una persona también podrá variar con el paso del tiempo, sobre todo, si se van logrando objetivos con el transcurso de los años. No obstante, seguirá existiendo esa expectativa de mejora. Si sucede así, es un buen pretexto para cuestionarse qué se está buscando realmente. Es decir, aunque hayamos conseguido muchos de nuestros ideales, ¿por qué no estamos aún satisfechos? ¿Por qué necesitamos seguir esforzándonos, luchando y sufriendo para conseguir nuevos objetivos? ¿Llegará algún día en que no necesitemos mejorar más? La necesidad de ser mejor parte del error de asociar nuestra identidad con el individuo.
Nos hemos acostumbrado a creer que somos este cuerpo-mente y le damos mucha importancia a todo lo que se puede adjudicar a él: su manera de pensar, de comportarse y de expresarse, sus miedos, sus deseos, etc. Esta identificación implica que soy un ser limitado e incompleto.
Todas las cualidades que percibo en mí son limitadas y siempre pueden mejorarse, desarrollarse más, sin límite. Tan sólo la muerte del individuo puede detener este desarrollo de cualidades. El hecho de que siempre haya posibilidad de mejora no debería ser un problema; únicamente lo sería en el caso de que comportara que la persona viva un sufrimiento.
Si se acepta totalmente sin generar tristeza o rebeldía que la limitación forma parte de la vida, que algunas cosas son como a uno le gustaría y otras no, y que unas veces las circunstancias van a favor de uno y otras en contra, entonces no hay problema. Sin embargo, no puede darse esta aceptación sin que la identificación con el cuerpo-mente desaparezca, ya que todo el problema se encuentra en la aparición de un «yo» que en realidad no existe.
El individuo, como identidad separada, es una invención. Si uno se pone a investigar, a cuestionar con rigor ese «yo», llega a la conclusión de que lo único que hay es conciencia y experiencia –que, en realidad, son lo mismo–, y que la única identidad que se puede encontrar no puede limitarse a nada. No puede haber una identidad localizada en un sitio y otra en otro distinto.
Es evidente que hay diferentes individuos, pero solamente puede haber una identidad. Este hecho es difícil de aceptar, porque nos hemos acostumbrado a vivir creyendo que hay muchas identidades distintas. Y, en un primer momento, cuesta abrirse a la posibilidad de que no sea así. Parece algo raro. Sin embargo, si a uno le suena a verdad este aspecto, entonces se trata de empezar a acostumbrarse a vivir partiendo de esa base, es decir, de que lo idéntico no le pertenece al individuo, sino que es la totalidad de la vida. Yo soy la vida.
No obstante, para poder entendernos con las demás personas, necesitamos poner nombres a las cosas, dividir, diferenciar, clasificar, etc. Nuestra capacidad intelectual es muy sofisticada en comparación con la de los demás animales, lo cual nos ha llevado a la creación artificial de un «yo». Si descubro este aspecto, todos los problemas del personaje desaparecen, ya que no hay nadie ahí para lograr ningún objetivo. Ya no surge la necesidad de que las cosas sean de una determinada manera, es decir, de que vayan a favor de un «yo».
La única identidad existente se expresa a través de innumerables formas. La vida se vuelve impersonal, lo cual la convierte en mucho más simple. El «yo» del otro y mi «yo» son el mismo «yo». Ya no hay posicionamiento de lucha, ya no hay miedo a lo que el otro piense de mí. El desacuerdo entre dos individuos con visiones distintas nunca irá en mi contra, porque cada uno a su modo particular va a favor de una misma identidad.
La espiritualidad se podría definir como el arte de conjugar la aparente diversidad de las formas con la identidad única. Como individuos, existimos aparte del resto, y debemos actuar partiendo de esa premisa. Pero, en realidad, todo es absolutamente idéntico. Espiritualidad es el hecho de poder conjugar la aparente individualidad con la identidad real, sin que la persona lo viva como contradictorio o sin sentido.